Hebreos 10: Un Llamado a la Santidad, Ivan Baker
Iván solía levantarse muy temprano para orar y meditar y siempre tenía a mano un grabador por si acaso Dios le daba alguna palabra o entendimiento que pudiese ser útil a los hermanos. Luego traía esos casetes a su hijo Danny para que buscase la forma de publicarlos. Después de la partida de Iván con el Señor hemos reunido cientos de casetes que dieron origen a este nuestro sitio haciendodiscípulos.com.ar. Esta es una de esas meditaciones con fecha 23/5/1999 adaptada para ser leída.
Es el día veintitrés de mayo de mil novecientos noventa y nueve, y viene la carga sobre mí esta mañana bien temprano, a las 4. Sentí la necesidad de clamar a Dios para estar lleno del Espíritu, y quiero expresar algunos pensamientos tomando en cuenta todo lo que Dios me mostró del capítulo 10 del libro de Hebreos.
La Humanidad de Cristo
Es una perfecta predicación del Evangelio: una comparación entre el antiguo pacto, con sus sombras y figuras, y el nuevo pacto, con su tremenda realidad de la verdad del amor de Dios, en cuanto a adecuar a Jesús con un cuerpo para el sacrificio. ¡Tremenda obra de amor, tremenda misericordia! Dios ha conmovido no sólo la Tierra sino también el Cielo. Todo lo ha conmovido, buscando la manera legal de permanecer justo, a la vez que justificar.
En el sacrificio de Jesucristo está estampada la realidad de su indescriptible amor, del Padre, del Espíritu y del Hijo, como ofrenda que estaba preparada para sufrir en un Cuerpo santo que Dios le dio. En Él todo es embate de tentación; todas las corrientes satánicas, todas las cargas del proceso de enfrentamiento con el diablo y sus ángeles vienen sobre Él en la debilidad de un cuerpo, en la perfecta debilidad de Adán. Un cuerpo perfecto, una voluntad vulnerable como la de Adán, en la que fue probado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Mostró así que había hecho a Adán perfecto, perfectamente santo, perfectamente capaz de resistir cualquier tentación. Fue un verdadero siervo obediente: mostró cómo hacer todas las cosas en la voluntad del Padre, cómo depender del Padre en todo, cómo absorber toda la gracia divina y recibirla en un cuerpo humano, un cuerpo vulnerable.
Pero estaba en Él el perfecto equilibrio de Uno que, aunque fue tentado en todo, no cedió. Y en ese cuerpo adámico con que se cubrió Jesús, el perfecto hombre, santo y sin mancha -en eso diferente a nosotros- peleó, luchó contra todas las ondas del mal, contra toda la presión del mundo, todo el encono de hombres carnales, del diablo y sus ángeles, toda la presión del infierno.
“Me preparaste Cuerpo”. No solamente para venir y habitar entre los hombres. Como hombre, el más humilde: nació en un pesebre, fue el hijo del carpintero, menospreciado aún por sus hermanos, permaneciendo en silencio treinta años. Sin manifestación alguna de divinidad, ni obra especial, ni palabra especial, ni declaración, ni anuncio. Dice la Palabra que fue sujeto a sus padres, practicando la sujeción en todo: treinta años de anonimato, predicando luego tres años y medio. Sin embargo, se enfrentó con el diablo todos los días de su vida en la Tierra. ¡Cuántas veces habrá sido acosado en su casa por el diablo! Con todas las manifestaciones comunes de una vida de hombre entre los hombres, de hombre entre las mujeres, de hombre cansado, de hombre fatigado, esperando… esperando que el Padre diga: -¡Ya! Esperando fielmente la hora, sin moverse. ¡Qué tremenda lección de sujeción, qué tremenda lección de obediencia!
“Me preparaste Cuerpo”. El sacrificio no fue solamente las seis horas que colgó sobre la cruz, sino de los treinta y tres años y medio que vivió entre la inmundicia del pecado, el egoísmo de los hombres. No solo cuando bebió la copa de maldición. Fue hombre verdadero, probado verdaderamente en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Se mantuvo santo, puro, agradó al Padre, se sujetó al Padre. Su sujeción fue perfecta, su humildad fue perfecta, su dependencia de Dios fue perfecta. “Nada hago de mí mismo, el Padre que está en mí, Él hace las obras”. ¡Qué lección tremenda! “Nada hago de mí mismo. No dedico mi tiempo a escucharme, a razonar yo, a buscar mis intereses, a hacer lo que a mí me agrada, a satisfacer mi estómago, mi voluntad. En ninguna manera. “Me preparaste Cuerpo”. Agradece el Cuerpo que el Padre le ha preparado, agradece poder venir con la misión de obedecer al Padre, agradece el privilegio de obedecerle. Rendir todo, entregar todo y gozarse en poder hacerlo, porque se nota una gratitud: “Me preparaste Cuerpo”.
“Sacrificio y ofrenda no quisiste; holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.”
El “he aquí que vengo”: es una entrega, una entrega total, una entrega gozosa, el privilegio de poder servir, agradar y obedecer al Padre. Su obediencia fue superlativa, absoluta, total. Oh, el corazón del Padre quedó totalmente satisfecho, “Este es mi Hijo amado, en quien tengo contentamiento”. ¡Aleluya! Está hecho el sacrificio, y las palabras tremendas sellan la perfección y aceptación de ese sacrificio: “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados·. Lo atestigua el mismo Espíritu diciendo “y nunca más me acordaré de sus pecados y rebeliones”. Tan fuerte, tan perfecto, tan a fondo fue el perdón que “nunca más me acordaré de sus pecados y rebeliones”.
Dios nos salva, nos santifica, nos transforma a la misma imagen del Hijo, para pensar lo que pensó el Hijo, para desear lo que deseó el Hijo, para que el gozo del Hijo al entregarse al Padre, sea nuestro gozo al entregarnos a Dios. Para que la perfección de su entrega sea nuestra perfecta entrega; que aborrezcamos todo lo que Él aborrece; que amemos todo lo que Él ama, porque por su sacrificio nos ha introducido al trono de su gloria. El Lugar Santísimo ya no es el tabernáculo terrenal, que era un símbolo, sino el trono mismo de Dios.
La presencia íntima del Dios Eterno Creador: omnisciente, omnipresente, omnipotente, se transformó en nuestra casa eterna, en la habitación de nuestro Papá. Llegamos hasta los brazos del Altísimo, el cual nos abraza y nos besa, y nos recibe como verdaderos hijos y herederos; y con su beso y su abrazo limpia toda mancha con la sangre del Hijo de Dios. Entramos por el velo, que es su carne hendida; entramos por la sangre, garantía del sacrificio consumado, la sangre que nos limpia de todo pecado. Llegamos al lugar de la misericordia, y encontramos al Pontífice de nuestras almas e Intercesor intercediendo. La salvación que nos ha dado ha sido adecuada a nuestra necesidad, suplida toda debilidad, toda falta absorbida por la grandeza de la gloria, la perfecta obra de redención.
¡Oh, qué cosas fuertes, qué tremenda es la sangre del Hijo de Dios! Una sola vez la derramó por todos nosotros, y así como entró el pecado en el mundo por un solo hombre, por un solo Hombre las huestes celestiales van a cantar la gloria del sacrificio de la ofrenda perfecta, de la santidad perfecta, de la salvación perfecta que Dios ha concedido, que Dios ha preparado. Es la primorosa obra de Dios. Es la obra más grande del Altísimo. La honra que Él recibe de la Creación es mínima, pero la honra que Él recibe de la redención es máxima, por los siglos de los siglos de la eternidad.
Esta es la obra, este es el recuerdo, esta es la canción de los redimidos, la estabilidad del reino de Dios, el triunfo del Altísimo sobre todo enemigo: Dios para siempre venció a la rebelión en todas sus formas, con el gran sacrificio de Cristo: perfecto, santo, adecuado, proclamado, entregado. La Buena Noticia corre por todo el mundo: “Vengan, ya está todo aparejado”. Dios preparó todo: abrió la entrada, estableció el pacto, proclamó el Evangelio, la Buena Noticia, “Vengan, coman, beban, está todo aparejado”. Está el vestido, está el calzado, está el anillo, está el beso, está el abrazo de reconciliación, está la fiesta: “Vengan porque está todo aparejado”. Vengan con corazones verdaderos, purificada la conciencia, lavada la mente de mala conciencia, buscando la comunión entre los que han recibido esta misma gracia de amor. Reúnanse, únanse, estimúlense unos a los otros al amor y a las buenas obras. Únanse comprometidamente, únanse para cuidarse, para velar el uno por el otro.
Estimulándonos a la Santidad
Me doy cuenta de que este trabajo de estimularnos los unos a los otros es la verdadera comunión que debe haber entre los santos, que sobrepasa toda comunión efímera, la comunión del mero saludo social, del “cómo estás querida”- ¡La sobrepasa! Detrás de estas palabras: “estimúlense al amor y a las buenas obras” está toda la Palabra que habla de la comunión de la Iglesia como Cuerpo, de la relación de los miembros como Cuerpo, de los dones y gracia que Dios ha dado a cada uno para contribuir al bien del otro. Y luego leemos el versículo veintiséis: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados” que es una de las más solemnes advertencias que pueda hallarse en las Escrituras.
En un devocional que hice con los Pastores en nuestra reunión anual, llamada “de Apóstoles”, yo hice la siguiente pregunta en referencia a esta declaración en Hebreos10.26: “¿Cómo tomamos esta palabra? ¿Sería posible, por ejemplo, que yo venga al Señor, no para aceptar y cumplir sus condiciones sino para imponer una conversión a mi gusto, en la que vuelvo a admitir la posibilidad de ser un poco mundano, un poquito carnal a la vez que otro poco espiritual?”. En otras palabras, dije: “¿Será que nosotros queremos establecer nuestras condiciones ante Dios, pensando que podemos decidir que la salvación requiere un costo menor del que Él dice; que el llamado debería ser un poco diferente al que Él propone? Es decir, anteponemos nuestras condiciones a las de Dios. ¿No será éste el pecado del cual se habla aquí?”.
Quienes enseñan a predicar sermones dicen que hay que terminar el discurso siempre con una nota elevada, llena de gracia, porque la gente no tiene que irse a casa preocupada, sino contenta, a comer la comida el domingo al mediodía. Yo creo que Cristo no usaba esta técnica. Considero que muchas de nuestras prácticas están basadas más en lo que los hombres consideran apropiado que en la imitación de Jesucristo, quien buscaba impactar con el Evangelio y la perfecta voluntad del Padre. Derrumbar la voluntad humana, someterla a Cristo, es una operación que no la puede hacer carne ni sangre, ni la inteligencia del hombre, sino la de Dios.
Las palabras de Cristo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños” resuenan fuertemente en mi corazón con este pensamiento. Toda palabra de Dios viene por revelación. Si la palabra llega a nosotros auxiliada por el Espíritu, y en el impacto y poder del Espíritu, hace su obra. Transforma, convierte, y no vuelve vacía. Pero cuando la predicación busca agradar al hombre vuelve vacía. ¿Quiénes son los creyentes que tienen piedras en su almácigo, que no van a permitir que las raíces del reino realmente se arraiguen? ¿Qué va a pasar con los que realmente han gustado de la palabra de Dios, que se han hecho partícipes del poder del siglo venidero, que han tocado a Dios, que han vivido la gloria del Evangelio, pero tienen espinas, inadvertidamente y muchas veces advertidamente?
Como compañeros unos de otros y miembros del Cuerpo de Cristo unidos en relaciones de compromiso, debiéramos identificar estas piedras y ayudarnos unos a otros a quitarlas, pues ¿cómo las puedo detectar sin la ayuda de mi hermano? ¿Cómo las veré si alguien no vela por mí? – “Que el justo me castigue, será un favor, y que me reprenda será un excelente bálsamo que no me herirá la cabeza”, proclamaba David, seguramente con este pensamiento en su corazón.
Estas piedras representan impedimentos que estorban nuestra madurez hacia la imagen de Cristo. Como un niño que no se desarrolla a medida que pasan los años, el discípulo no manifiesta la vida de Cristo, quedando en un estado permanente en el que no hay progreso y perfeccionamiento en su vida. No aparece en él el “fruto de la santificación” que Pablo en su carta a los Romanos menciona: “tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.” (Rom 6.22).
No debemos compararnos con nosotros mismos para evaluar nuestro crecimiento, sino con Jesús, nuestro patrón perfecto, sabiendo que Dios tiene toda la paciencia, el amor y los recursos que precisamos para ser transformados a su imagen. Entonces de este modo vamos creciendo, conociendo más a Dios, santificándonos. Hallamos en este proceso su paciencia, su esperanza, su perdón. El Espíritu Santo nos va guiando y auxiliando y Cristo va intercediendo por nosotros, porque “qué hemos de pedir como conviene” (Romanos 8.26) no sabemos. Tampoco sabemos cómo pensar o discernir el propósito de Dios en lo que estamos viviendo, de modo que el mismo Espíritu pide por nosotros, enseñándonos a crecer en el amor, en el conocimiento de Dios, en santidad. Esto es simplemente ser transformados a la imagen de Cristo, que es el propósito principal de la iglesia.
“Porque si pecáremos voluntariamente”, nos dice la carta a los Hebreos. Es decir, si anteponemos nuestros planes a los de Dios; si decimos en nuestro corazón: “Dios me ofrece su salvación, y espera de mí ciertas condiciones que no estoy dispuesto a cumplir; Dios pide de mí esto o aquello, pero he decidido eludir tales cosas; Él me propone ser conformado a la imagen de Cristo, lo cual me parece demasiado elevado ya que valoro muchas de las cosas que Él me pide que deje atrás. Al fin y al cabo, soy yo quien vive en la tierra, y mientras esté aquí tendré yo mismo que andar, pensar, actuar”.
¡Qué horror llegar a pensar de este modo! Ante tal actitud la palabra nos advierte: “Ya no quedan más sacrificios por los pecados”. En otras palabras, para este pecado Dios no ofrece perdón. Dios no tiene en cuenta la posibilidad de que alguien razone así y sea salvo. Sin embargo, debemos decir que tristemente esta es la manera de pensar de muchos que se consideran parte de la iglesia. ¡Cuánto del mundo ha entrado en ella! Observemos la situación de nuestro propio mover del Espíritu y preguntémonos: ¿cuánto del mundo entró en las casas de los discípulos? ¿Cuánto tiempo dedican los hermanos de nuestras congregaciones a beber de las fuentes impuras del mundo, participando en entretenimientos que claramente contristan al Espíritu Santo por su implícita pecaminosidad y oscuridad?
Quienes se conducen de este modo están andando en la dirección contraria a aquella que nos enseñó a transitar Jesús: en vez de huir de la tentación, en vez de apartarnos y no tocar lo inmundo tal como somos amonestados por las Escrituras, hemos encontrado formas de tocar y de participar de las obras infructuosas de las tinieblas. Dios dice que para este pecado ya no hay perdón, sino “una horrenda expectación de juicio y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios”.
Una de las peores cosas que puede tener la Iglesia es un ministerio complaciente con el hombre, que no lo lleva a cortar con el mundo y el pecado, que procura evitar la confrontación de este con su voluntad carnal y pecaminosa. Una iglesia complaciente que busca crear un ambiente de falsa paz, por no querer que los hombres abracen la cruz; que canta y alaba sin que haya en ella corazones limpios y manos santas; en ella su espada de dos filos se ha vuelto mocha, desfilada, y ha perdido por completo el propósito que Dios tiene para ella: que Cristo sea formado en la vida de cada discípulo. ¡Ha perdido la razón misma de su existencia!
Resuenan en mí como si fuesen escritas para el tiempo actual las palabras de Isaías: “Sus atalayas son ciegos, todos ellos ignorantes; todos ellos perros mudos, no pueden ladrar; soñolientos, echados, aman el dormir. 11 Y esos perros comilones son insaciables; y los pastores mismos no saben entender; todos ellos siguen sus propios caminos, cada uno busca su propio provecho, cada uno por su lado. 12 Venid, dicen, tomemos vino, embriaguémonos de sidra; y será el día de mañana como este, o mucho más excelente”. (Isaías 56:10-12). ¿Es que la iglesia moderna no conoce el corazón de Dios? ¿No puede leer y entender las palabras tan claramente escritas por los apóstoles del primer siglo?
Volviendo a nuestro pasaje en Hebreos capítulo 10 estoy convencido de que hemos hecho liviana la verdad y enturbiado las aguas. Cuando leemos desde el versículo 28 al 31 nos estremece la advertencia:
El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. 29 ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia? 30 Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo. 31 ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo! Hebreos 10:28-31
La ilustración del Antiguo Testamento que nos señala el escritor de Hebreos es contundente: habla de la Ley de Moisés, bajo la cual ante dos que testificaban respecto a la desobediencia de una persona, esta moría irremisiblemente. Y ante esto agrega: “¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado?”. ¿Qué es lo que hace inmunda la sangre del pacto? Pretender tenerla y abrazar junto con ella al mundo. Profesar ser partícipe de la redención bendición divina, del Plan de Dios en la justificación, y al mismo tiempo ser fiel a mis propias ideas y estándares. Es contaminarme con el mundo y el pecado, aceptando una posición más liviana, como si dijéramos: “no busco ser pastor ni apóstol, solo deseo ser salvo para poder decidir mi nivel de entrega y espiritualidad”. Quizá no usemos estas precisas palabras, y no pensemos que esto es “hacer inmunda” la sangre del pacto en la que fuimos santificados, sin embargo, la palabra nos enseña que esto es exactamente lo que hacemos.
No se trata aquí de tener por inmunda la sangre de un animal creado, sino la sangre del mismo Cordero de Dios, el Creador de todas las cosas, Aquel que por amor dejó la gloria del cielo para ser tentado como hombre y vivir sin pecado; quien por amor a nosotros enfrentó la muerte de la cruz.
El que impone sus criterios a Dios y desprecia aquello que es sagrado para Él, o tergiversa sus condiciones pues no tiene la voluntad de acomodar o reordenar su vida a aquello que Dios quiere para él, está pisoteando la sangre con la que fue hecho limpio. El tal no tiene interés en alcanzar lo que la sangre de Cristo quiere ayudarlo a alcanzar. No está interesado en recibir el fruto de la cruz como Dios lo presenta, sino que está tan lleno del mundo y del pecado. Halla tanto gozo en hacer según su parecer que no desea pagar el precio que requiere la transformación.
En cuanto a esto Pedro declara: “Si el justo con dificultad se salva, ¿En dónde aparecerá el impío y el pecador?” (1 Pedro 4:18). ¿Cuál es la dificultad del Justo para salvarse? -Se salva orando, confesando, gimiendo, clamando, buscando a Dios, buscando su alta aprobación. El justo llega, pero con dificultad, con esfuerzo, con dedicación, con solicitud constante de perdón, apoyándose en la gracia para recibir el bien de Dios, para caminar fielmente en su camino, para estar lleno de la gracia de Dios. Y esto es una lucha sin cuartel día y noche, contra un mundo infiel, contra el diablo acusador, tramposo, ladrón y asesino, que me rodea; y contra el corazón engañoso que quiere que abandone el camino de la cruz, desprenderse del pacto, volver a hacer su propia voluntad, y debe ser contrariado todos los días de la vida. Es de este modo que el justo con dificultad se salva. Nuestro pasaje de Hebreos nos exhorta con estas palabras:
No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; 36 porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. 37 Porque aún un poquito, Y el que ha de venir vendrá, y no tardará. 38 Mas el justo vivirá por fe; Y si retrocediere, no agradará a mi alma. 39 Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma. Hebreos 10:35-39
¡Afirmemos con denuedo que no deseamos ser de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma! Esta es una fe preciosa que nos ayuda a comprender y alcanzar los designios de Dios, anhelando la perfecta salvación del Señor y hacernos partícipes de todo lo que Él ha comprado a tan alto precio para nosotros. Insisto: no somos nosotros quienes ponemos las condiciones, sino Él.
Permaneciendo en el Lugar Santísimo
Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, 20 por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, 21 y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, 22 acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura. Hebreos 10:19-22
Aquí llegamos a un punto muy importante y es lo siguiente: ¿la entrada al santuario a la que se refiere el pasaje es una entrada ocasional o temporaria con el fin de entrar de vez en cuando y volver a salir? Si fuera así pensaríamos que al salir estaríamos temporariamente influenciados por experiencias e impresiones que podríamos compartir cuando salimos: palabras, profecías, dones, etc. ¿O más bien se trata de una entrada para permanecer en ese lugar?
¿Qué desea Dios? ¿Qué entremos para no salir más, o para salir y ser la misma persona que entró pero con alguna bendición? ¡Yo pienso que Él quiere que entremos para no salir más! El Salmo 15 da la clave: “¿Quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?” Elías entró y no salió más. Eliseo entró y no salió más. Pablo entró y no salió más. Todos los que entraron fueron transformados. Creo que este entrar al santuario es aquello que Pablo llama “andar en el Espíritu”.
Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. 6 Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. 7 Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; 8 y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. 9 Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. 10 Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia. 11 Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros. 12 Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; 13 porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. 14 Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Romanos 8:5-14
Creo que esto mismo es lo que trata de decirle Cristo a Nicodemo cuando le dice: “Lo que es nacido de la carne, carne es y lo que es nacido del Espíritu, Espíritu es” (Juan 3.6). Nacer de nuevo nos hace nuevas criaturas, nos transforma en seres participantes de la naturaleza divina: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor 5.17). Y ese “todas” no es relativo, es absoluto. Es verdad que esa nueva criatura aún tiene dificultades, tentaciones, peligros, tiempos de debilidad. Pero ¿Cómo será el que adrede, voluntaria y conscientemente admite estas tentaciones y no entiende que lo que nació de Dios es Espíritu?
No hay un punto medio. La mezcla no existe acá. Si alguno está en Cristo (que es la única forma de ser salvo), no significa estar de acuerdo con la doctrina de Cristo, ni haber oído a Cristo, sino “estar en Cristo”. Si alguna persona está en Cristo, es porque vive según las condiciones de Dios, se entrega diariamente conforme a lo que Dios dice para un pacto que Dios hizo con él, y se adhiere en obediencia como esclavo a ese pacto.
Como Pablo lo expresa: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo.” Esta es la medida de nuestra entrega: Todo. Todo lo que para mí era importante, ahora no lo es más. Los planes que yo tenía han sido destruidos, el camino que yo había elegido está viciado, no lo quiero más, me horrorizo de él. ¿El mundo? Al mundo le doy las espaldas totalmente, no pongo mis ojos en el mundo, ni mi corazón, ni mi mente en él. No quiero llevar sobre mí, en mi cuerpo, en mi vestido, señales que indiquen mundanalidad, que imiten a las mujeres o a los hombres de pecado. La jerga del mundo, las diversiones del mundo, la política del mundo, lo que al mundo le agrada. ¡He dado mis espaldas a todo eso! Que no esté sobre mi persona el más mínimo índice de haberme inclinado hacia el mundo, hacia la carne. “Huid, apartaos, no toquéis lo inmundo, y yo os recibiré”.
Así que Pablo dice aquí: “Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el Espíritu vive a causa de la justicia” (Romanos 8).
Termino con Gálatas 5:16: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu; y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis”. ¿Qué vamos a hacer entonces? Vamos a hacer la voluntad de Dios. ¿Cómo lo haremos? Conforme al pacto que hizo con nosotros: no tocando cosa inmunda, apartándonos, huyendo, saliendo de en medio de ellos. Son palabras muy significativas. Si caen en tu corazón como nacieron en el corazón de Dios, te van a indicar la necesidad de no hacer enmiendas en el Plan de Dios. Te van a llevar a aceptar todo el Plan de Dios para tu vida.
Y esto requiere mucho más que reuniones y encuentros: requiere que seamos consolidados unos con otros en un cuerpo, que es el Cuerpo de Cristo, “bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la operación propia de cada miembro, para ir edificándose en amor” (Efesios 4.16).
Esta herramienta de la que habla Pablo en el Capítulo 12 de 1ª Corintios, en Colosenses, en Romanos y luego en Efesios más extensamente, no es una parábola: es una enseñanza doctrinal categórica e indispensable. La única manera en que tú puedes descubrir las piedras en tu vida es que venga un hermano a ayudarte; y no es el señorío de uno sobre otro, sino el compañerismo y el amor, la gracia de servirnos unos a otros. La responsabilidad de exhortarnos, de enseñarnos mutuamente, se da cuando tenemos verdaderas coyunturas, hombres y mujeres que nos conocen, no que están hoy y mañana no están, sino quienes se unen para servir a Dios. Se unen para el reino de Dios, para servirse personalmente uno a otro, para colaborar con el Espíritu Santo, con los dones del Espíritu.
Necesito estar contenido en el Cuerpo, necesito pertenecer a un cuerpo viviente que se nutre por todas las coyunturas. Cada miembro, un instrumento útil a Dios para santificación, para consolación, para orientación, “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a la plena estatura de un hombre en Cristo”. “Para que no seamos niños fluctuantes llevados de aquí para allá por cualquier viento de doctrina, con estratagemas de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor crezcamos en todo en Aquel que es la cabeza, esto es Cristo. De quien todo el cuerpo bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (Efesios 4.13-16). Amén.
¡Que Dios bendiga nuestros corazones! Padre, ayúdanos a entender tu Palabra, que la entendamos profundamente por la guía y operación de tu Espíritu. Que tu Palabra y tu Espíritu nos transformen, que nos hagan hombres aptos en esta hora para oír tu voz, y cumplir en nuestras vidas lo que pertenece a tu reino y tu gloria, a lo cual tú nos llamaste a cada uno de nosotros. Te bendecimos, Señor, por tu amor. Confiamos en la soberana gracia y misericordia tuyas sobre nuestras vidas, conduciéndonos a las verdaderas fuentes divinas de tu verdad, de tu amor, de la guía de tu Espíritu, en esta hora y a través de nosotros. Tu Nombre sea glorificado. Amén.
[Luego el casete parece terminar y luego de un período corto de silencio Ivan parece volver a grabar mientras continúa orando y meditando con las siguientes palabras:]
…Profundamente al levantar la Iglesia, cuerpo de Cristo, que Él va a levantar en los últimos días. Él lo va a hacer, porque Él dice: Yo edificaré mi Iglesia, todo el infierno y todos los enemigos no podrán disuadirme, no podrán impedirme, Yo con mi mano fuerte, la edificaré. El Rey de Reyes y Señor de Señores será el último que tendrá la última palabra. Él es el Alfa y la Omega, principio y fin, todavía está buscando un pueblo que ponga su mirada solamente en Él, que tome en su corazón sus leyes, su pacto, su voluntad y la manera que en Él quiere llevar a cabo sus propósitos y se ponga voluntaria y consagradamente a cumplir en esta hora este mandato: edificar la casa que Dios quiere levantar.
Sometámonos a la voluntad del Altísimo. Su Espíritu poderoso nos ayudará, estará con nosotros la súper abundante potencia del Espíritu, que es la súper eminente grandeza de su poder. ¿Es suficiente? -¡Es suficiente!. Si tú quieres ser santo, si tú quieres implantar en tu vida, en tu ministerio las condiciones del reino de Dios a la altura del nivel con que Él te ha llamado para una santidad plena, para una separación total del mundo y de sus obras, de su mente, del espíritu del mundo, todo eso que es inmundo para Dios, apartarte totalmente y guardarte santo y sin mancha delante de Él en amor, en santidad, asociándote con los que te encuentras que están igualmente deseando la misma cosa, harás así una obra para Dios, contribuirás a la edificación de la Iglesia en esta hora crucial y Dios te hará insigne, usará tus talentos y tus dones que Él te da y te ayudará a ser contribuyente a esa edificación.