Es Cristo En Nosotros La Esperanza de Gloria, Danny Baker
Pablo era un ávido conocedor de la ley, “instruido a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la ley de nuestros padres”. No era ignorante de la voluntad de Dios, sino instruido fielmente por los mejores maestros acerca de ella. Tampoco era un improvisado hipócrita que no deseara profundamente obedecer a Dios. Él mismo dice de sí mismo: “en el judaísmo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres”.
“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. !!Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”
Pablo era un ávido conocedor de la ley, “instruido a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la ley de nuestros padres”. No era ignorante de la voluntad de Dios, sino instruido fielmente por los mejores maestros acerca de ella. Tampoco era un improvisado hipócrita que no deseara profundamente obedecer a Dios. Él mismo dice de sí mismo: “en el judaísmo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres”.
Es decir, el Pablo que nos dice “no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco”, estaba guiado por dos brújulas absolutas en su vida: Su máxima autoridad era Dios, y la voluntad de Dios estaba claramente expresada en la ley de Moisés, la cual él conocía perfectamente, superando a la mayoría de su generación “siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres” conforme a sus propias palabras. La palabra “celo” indica un fervor, una vehemencia, un deseo profundo.
El conocimiento y el celo, sin embargo, no eran suficientes para que Pablo consiguiese hacer lo que quería celosamente: obedecer las exigencias de su amo, el mismísimo Dios. Era imposible que el hombre, con su naturaleza carnal al mando, pudiese hacer la voluntad de Dios, por más que quisiera, “por cuanto era débil por la carne”.
¿Es posible que, habiéndose revelado Cristo a nosotros, estemos todavía ante esta triste e inevitable situación? La ley contenía unos 600 mandamientos, los cuales fueron ampliamente superados en exigencia y rigor por los más de 1000 mandamientos del Nuevo Testamento, por lo que las cosas no se han hecho más fáciles desde la perspectiva de lo que se espera del hombre. No solo hablamos en términos de cantidad de mandamientos, sino que los mandamientos de Cristo son infinitamente más difíciles de alcanzar, porque no se agrada ya Dios solo con actos externos, sino que (nada más ni nada menos) con las intenciones y actitudes correctas del corazón.
Intentar agradar a Dios en nuestras fuerzas no es solo una tarea imposible, como Pablo nos enseña, sino sumamente desgastante, desmoralizadora y frustrante. Es una montaña que los miembros humanos no pueden escalar desde que el pecado entró en ellos. El conocer la voluntad de Dios, agranda el abismo. Tener revelación de lo que Dios desea de nosotros, puede producir un efecto intensificador de nuestro sentir de impotencia, si no entendemos bien en qué consiste nuestra salvación y redención.
Dios no cuenta, para la salvación que nos ofrece, con nuestra carne. No nos ofrece un plan de ejercicios para “estirar” sus capacidades. Antes de salvarnos precisa “condenar al pecado en la carne”. Esta condena requiere, no la reeducación, sino la mismísima muerte. El llamado de Cristo a nosotros comienza con una condena al pecado sentenciando a nuestra naturaleza carnal y pecaminosa a la muerte. La reeducación ya fue intentada con Noé y con Abraham y Saulo, sin que se obtuviesen resultados, y en tiempos antiguos Dios anunció un cambio completo de estrategia de salvación: “les voy a dar un corazón nuevo; les voy a poner dentro un Espíritu nuevo; les voy a quitar el corazón de piedra, y les voy a dar un corazón capaz de obedecerme”.
El nuevo nacimiento cristiano, comienza con un juicio condenatorio a la carne. Hace falta que quien quiera obedecer a Cristo, pase por tal juicio. El Juez Supremo dicta sentencia, y quien quiera ser salvo, precisa tomar conocimiento de esta sentencia, reconociendo su culpa y cambiando su actitud; aquello que las Escrituras llaman “arrepentimiento”.
El arrepentimiento no es solamente abandonar nuestra propia voluntad para reconocer a Cristo como Señor, disponiéndonos a hacer la suya. No es solo reconocer nuestro pecado de haber sido nosotros mismos los jefes de nuestros propios destinos, aunque esto sea absolutamente lógico e indispensable.
Es mucho más que esto. Es necesario, que, además, Él pase a ser quien actúa y vive en nosotros. No solo debe cambiar la “jefatura” o la autoridad máxima, porque es imposible que nuestros miembros se sujeten al Jefe, sin que Él mismo viva dentro nuestro, coloque en nosotros su fuerza, su corazón, su Espíritu.
“¡¡No se puede obedecer a Cristo sin Cristo!!”, decía mi padre. Intentar obedecer a Cristo sin Cristo, es agrandar la brecha, la frustración y la condenación porque lo que Él nos propone no es posible humanamente, sino mucho más lejano a nosotros que aquello que Pablo, con todo su celo, no podía obedecer. El conocimiento de Cristo debe ir más allá de aceptar y entender su voluntad, sino que debe dejarlo a Él actuar adentro nuestro “haciendo Él en nosotros lo que le agrada”. DEBEMOS “MORIR” A NUESTRO COMANDO, NO SOLO A NUESTRA VOLUNTAD. No son hijos de Dios quienes conocen la voluntad de Dios, sino los “que son guiados por el Espíritu de Dios”. Los hijos de Dios no solo reconocen su autoridad, sino que ya no viven conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Los hijos de Dios han sido librados de la ley del pecado, no solo porque el pecado fue tratado en la cruz, sino porque el pecado es condenado día a día en aquellos que no solo han aceptado la autoridad de Cristo sino, sobre todo, el CONTROL de Cristo en sus miembros.
El pecado es condenado no solo en su perdón, sino en la mismísima vida de Cristo manifestada en nosotros por su habitación y plenitud en nosotros.
La vida de Cristo no la producimos nosotros, sino que Él mismo la produce. ¡¡Nuestra esperanza de gloria no radica en nosotros, sino en Cristo mismo que está en nosotros!! La única forma de agradar a Dios no está en nuestras fuerzas sino, todo lo contrario, en nuestra desaparición total de la escena de la vida. Podemos fácilmente enfatizar la muerte de nuestra voluntad sin que quitemos al “yo” del comando, con la pretensión de que seamos nosotros quienes logremos hacer la voluntad de Dios como en los tiempos de Noé, Abraham y Saulo.
Pablo lo explica con estas Palabras: “ya no vivo yo, más Cristo vive en mí”. En esta frase no solo está implícita la muerte de su voluntad sino también la muerte de su comando. Porque Pablo era miserable cuando intentaba agradar a Dios con sus propias fuerzas y pedía a gritos que alguien lo librara de su cuerpo de muerte. Pablo quería hacer el bien; es decir, conocía y deseaba hacer la voluntad de Dios, pero terminaba siempre haciendo el mal que no quería hacer.
Amado hermano, no seremos nosotros quienes haremos la voluntad de Dios. Esa etapa terminó en Malaquías. Nuestra esperanza es Cristo en nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu Santo; vivamos en el Espíritu; dejemos que Él viva y actúe en nuestra vida. Solo Él puede producir en nosotros lo que le agrada. No nos contentemos con conocer y aceptar la voluntad de Dios, sino crucifiquemos también nuestro comando dejando a Él hacer en nosotros lo que le agrada. Él no solo vino a hacernos conocer su voluntad, sino que, además, vino para que, habitando en nosotros, haga posible que su voluntad sea hecha. Y aquí radica la gran noticia del evangelio.